El sentido de nuestras vidas
La vertiginosa velocidad con la que han avanzado especialmente durante los últimos 300 años los conocimientos científicos y sus consiguientes aparatos tecnológicos, han producido un defasaje cada vez mayor entre lo material y lo emocional.
Hoy la humanidad se maneja como un niño piloteando un avión supersónico. Suponiendo que se le enseñase básicamente como hacerlo despegar y realizar ciertos movimientos, se divertiría haciendo piruetas despreocupadamente hasta simplemente estrellarse.
Se utilizan los más importantes descubrimientos científicos para la guerra o para el beneficio de una minoría.
En pos de mejorar la calidad de vida de unos pocos, se usa y abusa de la otrora abundante naturaleza hasta el agotamiento, hasta la degradación total, hasta la extinción.
Nos acercamos aceleradamente al fin de una era. No será en un momento exacto, pero se trata de un proceso que ya se ha iniciado. Las crisis financiera, alimentaria y ambiental están convirtiendo la vida de los seres humanos en una penuria constante. Hemos llegado al punto en el que la vida, lejos de disfrutarse, se sufre.
Y se sufre mas allá de la posición económica de cada uno, no sólo sufre el pobre, sino también quien tenga conciencia de la realidad social y ambiental, pues es muy difícil ser plenamente feliz, siendo conciente de que miles de niños mueren cada hora por no poder acceder a unos pocos litros de agua potable, o que muchos millones padecen hambre crónica a lo largo de toda su corta vida.
Ante esta penosa realidad, nuestra mente se defiende obstruyendo nuestros sentidos, obnubilándolos. Tapando nuestros ojos y dejándonos ver sólo por una pequeña hendija, eligiendo lo que nuestros oídos pueden escuchar.
Pero en ese proceso de defensa ante la infinita injusticia de nuestra era, corremos el riesgo de perder nuestra sensibilidad, de acorazar demasiado nuestro corazón. Corremos el riesgo de dejar de sentir amor por el prójimo, por la madre naturaleza, por la vida.
Nos endurecemos para sufrir menos. Adaptamos nuestros estómagos a la ingesta diaria de pesticidas, nuestros pulmones a respirar aire sucio, contaminado. Nuestros ojos a las distancias cortas. Nos molesta el silencio, porque estamos adaptados al ruido de los motores, de las bocinas, de las sirenas y las alarmas.
Quienes viven en grandes ciudades -se estima en unos años será el 80% de la población mundial- habitan en espacios cada vez mas pequeños y mas alejados de la naturaleza, donde no se siente el frío ni el calor. No se mojan ni embarran cuando llueve. Se ve de noche igual que de día. Se atrofia el cuerpo, porque se usa el ascensor, control remoto, picadoras, batidoras, lavarropas, comidas congeladas, microondas.
Abramos nuestra mente, volvamos a sentir la lluvia en la cara y el barro en los pies. El frío, el calor. El canto de un pájaro, el perfume de una flor y el silencio. Abramos nuestro corazón y volvamos a sentir el dolor de la injusticia, de los niños que mueren de hambre y sed. Y luego volvamos a pensar cada cosa de las que como autómatas hacemos cada día. Volvamos a encontrar el sentido de nuestras vidas.
Gracias por acompañarnos. Nos reencontraremos la próxima semana, en una nueva entrega de esta publicación.
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